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    Gonzalo Ibáñez en la biblioteca de su oficina, en Valparaíso.

    Es la reflexión que me suscitó la llamada de nuestra Directora Norma Alcamán, cuando me invitó a escribir. De cara a nuestros socios, que en esta tribuna han dado a conocer sus joyas bibliográficas llenándonos de orgullo y agradecimiento al poder compartirlas, debo confesar que me encantan los libros, pero no tanto porque sean antiguos, de ediciones remotas y poco conocidas, o porque sean impresos en tal año desde el cual ya han pasado cientos de otros, o porque el papel sea tal o cual, sino simplemente porque ellos han sido mis auxiliares inestimables en mi vida académica. Para estos efectos, es mejor que sean al menos relativamente nuevos o no tan viejos.

    Hoy, al mirar hacia atrás, cuando tenía 23 años de edad e iniciaba mi carrera académica, es decir, hace ya 51 años, recuerdo precisamente esos primeros libros que me ayudaron de manera inestimable a ordenar mi cabeza. En primer lugar, aquel libro de mi maestro el P. Osvaldo Lira ss.cc. “Nostalgias de Vázquez de Mella”, o los de don Jaime Eyzaguirre “Fisonomía Histórica de Chile” e “Hispanoamérica del dolor” y de Alberto Edwards, “La Fronda Aristocrática”.

    A ellos vendrían a sumarse muy pronto obras esenciales de autores extranjeros: “Fundamentos de Filosofía” de Antonio Millán Puelles; de Paul Hazard: “La crise de la conscience européenne” y, sobre todo, de Pierre Gaxotte, “La Révolution Francaise”. También, varias obras del escritor británico Robert Massie acerca de la preguerra de 1914, de Pedro el Grande Rusia y de los últimos Romanov, entre otras. En esta misma temática, recuerdo la obra de Alberto Falcionelli sobre la Rusia entre 1821 y 1917. Después, vendrían las obras de Michel Villey, mi maestro en la Universidad de Paris, de las cuales “La Formation de la Pensée Juridique Moderne” me parece la más importante; y la de mi amigo Juan Antonio Widow “El hombre, animal político”. Todas ellas, entre muchas otras que sería muy largo enumerar. Como telón de fondo, las obras de Santo Tomás de Aquino y las de San Agustín en colecciones de la Biblioteca de Autores Cristianos (BAC).

    Evidentemente, en esta biblioteca también hay espacio para obras que -junto a su interés intrínseco- disponen además de algún interés bibliográfico. Acompaño varias en las fotografías, entre las que destaca una edición española de “La Ciudad de Dios” de San Agustín de 1610, como asimismo las “Obras de don Diego de Saavedra” publicadas en Amberes en 1677, aunque en español.


    Arriba, a la izquierda, vista de la biblioteca de su 
    Casa, en Viña del Mar. A la derecha, La ciudad 
    de Dios, de San Agustín, año 1610.
    Abajo, un libro religioso publicado en Madrid,
    en el año 1600 y otro jurídico: Leyes de España,
    Madrid, 1805.

    Obras de don Diego de Saavedra, Amberes, 1677.


    ¿Cómo formé mi biblioteca? Por cierto, con la compra de hormiga: un libro primero, otro después, año tras año con dedicación y perseverancia. Incluso, me anduve haciendo conocido en las librerías de la calle San Diego en Santiago Centro. También frecuentaba la Librería Proa, entonces en calle Mac-Iver y la clásica Librería San Pablo, en Alameda casi esquina con Dieciocho. En ésta, adquirí casi todos los libros de BAC que poseo. De los tiempos de estudiante de Doctorado en Derecho en la Universidad de Paris II, recuerdo muy bien las librerías, casi todas jurídicas, de la rue Soufflot que desemboca en la Place du Panthéon, muy cerca de La Sorbonne, y la librería La Procure, al lado de la Place Saint Sulpice.

    Traité de Droit Romain, par M.F.C. de Savigny.
    Tome Premier. Paris, Firmin Didot Frères, Libraires
    Imprimeurs de l’Institut. Rue Jacob, N°5. 1840.

    Pero los grandes momentos fueron otros. El primero de ellos, el remate de la biblioteca de los Sagrados Corazones de Valparaíso. Una joya de biblioteca que fue dispersada durante el apogeo de la iconoclastia que siguió al Concilio Vaticano II y cuyo término marcó sin duda el comienzo de la decadencia de esa Congregación a la cual, como ex alumno de su colegio en Viña del Mar, tanto le debo en mi formación. Recuerdo con mucha gratitud al martillero de la ocasión, don Manuel Blanco Valverde por el apoyo que, con mucha paciencia, me prestó para seleccionar libros. Fue él también quien me ayudó a elegir libros en otra importante ocasión, el remate de la biblioteca del conocido jurista porteño Vittorio Pescio.

    El golpe más contundente vino después. En la Universidad Católica de Santiago había un capellán, cuyo nombre no recuerdo, que vivía en la Casa Central, detrás de la capilla que queda a la entrada, en el segundo piso. Él, durante años, fue recogiendo todos aquellos libros que la Biblioteca Central de esa Universidad desechaba por un motivo u otro. Al final, había formado su propia biblioteca de dimensiones bastante respetables. A su muerte, dos profesores amigos en la Facultad de Derecho quedaron como albaceas de su sucesión y ellos decidieron que el mejor destino para esos libros era el de ser vendidos a un peso el kilo a la Papelera o a otra empresa similar para que retomaran su condición de celulosa. Alcanzaron a hacer una primera venta de una tonelada y media, cuando me enteré y les ofrecí ser yo el comprador del resto. Fue así como, por 5.000 pesos, me hice dueño de cinco toneladas de libros.

    Alguien me facilitó una sala bastante grande en alguna casa del centro de Santiago y hacia allá trasladé los libros que quedaron agrupados en forma de montaña. Después de hacer una primera selección, invité a amigos para que participaran de este festín. Entretanto, seguía yo mismo seleccionando. Fue así como, entre otras muchas obras, me hice de la colección de Harvard Classics en 50 volúmenes. Al final, dimos cuenta de buena parte de esa montaña, pero hubo un resto por el cual nadie se interesó. Como tenía que desocupar la sala, no quedó más alternativa que entregarlos al destino determinado por los albaceas.

    Colección de 50 volúmenes de Harvard Classics, con las iniciales G.I.SM. (Gonzalo Ibáñez Santa María).

    En otra ocasión, un excelente lote de novelas chilenas de la primera mitad del siglo XX llegó a mis manos por un dato que me trasmitió Exequiel Lira Ibáñez, nuestro Director y gran primo hermano.

    Finalmente, un recuerdo de mi padre. A su fallecimiento, heredé una parte de su biblioteca viñamarina, básicamente aquella escrita en francés. Las obras completas de Honoré de Balzac y las de Molière constituyen el núcleo de ese aporte. Tengo la impresión de que esas colecciones estaban ahí por influencia de mi madre, gran admiradora de la cultura francesa.


    Les vies des Hommes Illustres, traduits
    du grec de Plutarque par Dominique Ricard.
    Tome Premier. Paris, Emler Frères, Libraires
    Rue Guénégaud, N°23, 1829.

    Histoire de la décadence et de la chute et
    de L’Empire Romain, par M.F.uizot. Tome.
    Premier. A Paris, Chez Letendu, Libraire, Quai des Agustins, N°31, 1828.


    A todos estos libros que me han acompañado durante mi vida, un gran reconocimiento y una enorme gratitud, para ellos, para sus autores y para sus impresores.

    Gonzalo Ibáñez Santa María en la biblioteca de su casa.
    Viña del Mar. Noviembre de 2020.

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